jueves, 10 de marzo de 2016

Caruso, el perro cantor


Lo conocí hace ya casi seis meses, un sábado por la mañana. A esa hora, Real del Monte comienza a llenarse de visitantes, turistas que buscan recorrer sus callejuelas, sentir el frío del bosque que rodea al pueblo, escuchar las historias del pasado inglés y comerse un paste, lo más representativo de la gastronomía local. Para poder mostrar mis habilidades artísticas sin intermediarios de ningún tipo y para complementar mis gastos suelo ir los fines de semana a este pueblo mágico para tocar la gaita y a hacer un pequeño espectáculo de magia como entretenimiento para los turistas.

Estaba tocando frente a la iglesia principal, cuando Caruso llegó aullando. De talla mediana, color café y sutilmente atigrado, no parece pertenecer a ninguna raza canina -o puede pertenecer a todas-. De inmediato llamó la atención y salieron a relucir las cámaras y celulares para capturar la insólita escena: un curioso sujeto, de pelo y barba blancos, ataviado con un bombín, tocando un instrumento musical inusual por estas latitudes, acompañado por los aullidos sentimentales de un perro. Si dejaba de tocar, el dejaba de aullar y entonces se dedicaba a saludar a todos los presentes con vigorosos movimientos de cola. En cuanto los gemidos de mi gaita comenzaron de nuevo, el también, como un músico de sinfónica, se sentó a mi lado y con absoluta concentración se dispuso a mejorar mi interpretación de xotas y muñeiras gallegas con su canción, a veces vigorosa, condimentada con ladridos, otras veces melancólica, con sus belfos plegados y apuntados al cielo como en oración. Los donativos no tardaron en llenar el estuche de mi gaita, que utilizo para recoger la solidaridad del público. De pronto, atendiendo quién sabe que llamado, se marchó corriendo y se perdió por entre los callejones. No me dio tiempo de compartir con él las ganancias obtenidas por nuestro concierto.


Todo un artista canino
Por razones de trabajo, no regresé a Real del Monte, sino varias semanas después. Y luego de hacer sonar mi gaita por unos minutos, Caruso, que no sabía -ni sabe- que así lo he bautizado, volvió a irrumpir, haciendo su misma “entrada triunfal”, aullando y moviendo la cola, como un malabarista al entrar a la pista del circo. Otro breve concierto de gaita y acompañamiento canino, más fotos y risas de turistas y transeúntes entusiasmados. Aprovechando la pequeña multitud que se formó, quise iniciar mi espectáculo de magia, pero Caruso pareció no estar de acuerdo, o a al menos no se mostró dispuesto a cederme la atención. Simplemente se paró sobre sus dos patas para husmear -y tirar al suelo- mis herramientas de trabajo que estaban en una mesita que llevo para realizar mis rutinas mágicas, Mientras yo apurado recogía vasos de cobre, pelotas de distintos tamaños y mi infaltable “varita mágica”, él socarronamente se apropio del estuche de mi gaita y se fue con él, dejando un reguero de monedas… No se lo llevó sino que simplemente se echó a mordisquearlo mientras yo me afanaba en recoger todo lo que había tirado, haciendo las delicias del respetable que reía ante la inesperada actuación de los dos insólitos payasos.

Poco a poco he aprendido a negociar con Caruso: toco la gaita un rato, lo suficiente para juntar un cierto número de espectadores y para que aparezca quién sabe de donde; hacemos un breve aunque sentido concierto y luego se echa en la funda de lona de mi mesita, que coloco especialmente con ese fin, mientras aparezco y desaparezco bolitas y pelotas debajo de tres vasos de cobre y mi sombrero bombín. Al finalizar mi show vuelvo a tocar la gaita y él se incorpora perezosamente para hacer su actuación. Ya hecho todo un divo, a veces  hace su interpretación así, recostado y hasta revolcándose con alegre flojera. A veces se levanta y hace alguna travesura, como robarse una botella de agua o alguna gorra o guante. O se le encima a algún espectador. La gente me mira, pensando que es mío. Yo les digo que no, que Caruso trabaja por su cuenta. No lo hace por maldad, sino por excesiva cordialidad…

Luego de tocar la gaita y hacer mis trucos de magia, me dirijo a Finca Real Café, un establecimiento donde amenizo y enriquezco la degustación de cafés y tisanas mediante la interpretación de jazz, boleros y otros géneros, en saxofón, un instrumento mucho más discreto que la estridente gaita. Y Caruso, ya hecho todo un melómano, vuelve a salir de algún rincón del pueblo y se mete al café para acompañarme nuevamente, no sea que mi concierto, sin su compañía, pierda el brillo de nuestras ejecuciones en la calle.

Un futuro incierto

He tratado de averiguar si Caruso tiene casa, tal vez hasta otro nombre y un dueño, pero no he logrado nada. Me he enterado -no sin ponerme algo celoso-, que suele acompañar a otros músicos callejeros. La gente sabe que anda deambulando por todo el pueblo y seguramente se las arreglará para guarecerse de los helados vientos que con frecuencia corren por ahí. No se ve flaco, ni maltratado, por lo que creo que se las ha arreglado para hacer de su extrema cordialidad su forma de vida: los turistas le convidan pastes o los restos de otros bocadillos. En otros tiempos -y con otra casa-, no hubiera dudado en adoptarlo de manera permanente, pero me pregunto si en la estrechez de una casa urbana estará tan contento como se ve que está en las calles de Real del Monte, con sus vagancias y correrías, sus zalamerías a los turistas y, sobre todo,  sus magníficos conciertos. Tengo miedo de un día llegar y no encontrarlo. Me asusta la posibilidad de que en alguna de sus aventuras abandone la relativa seguridad de las estrechas calles realmontenses y se acerque a la peligrosa carretera. Temo que un día, algún funcionario del ayuntamiento, sin visión y sin sensibilidad, lo vea como un problema urbano y no como el artista que es y se lo lleven sin miramientos a la perrera. La historia de Caruso no tiene un final, porque está en curso. Solo pido a los realmontenses, a los visitantes de ese pueblo mágico, que le den comida, que le ofrezcan un poco de agua, que le den refugio. Pido a mis colegas artistas callejeros, que lo veamos como un compañero de trabajo y que lo cuidemos y protejamos. Pido a las autoridades del Ayuntamiento de Real del Monte y a las sociedades protectoras locales que se le expida una credencial o reconocimiento como un atractivo más de los que tiene el pueblo y se le de la protección que merece. Y al buen amigo Caruso no le pido nada, más que siga siendo él mismo, así, encimoso y zalamero, amigable pero libre  y que siga acompañándome en nuestros ya entrañables conciertos.


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